Se acaba «Invitación a la lectura» en Aragón

Como epílogo al artículo que publiqué recientemente sobre la necesidad de las Humanidades en la política educativa actual, quiero referirme a una noticia que me ha llegado de Aragón: se cierra el programa “Invitación a la lectura”, uno de los mejores de España, si no el mejor, pionero en esta clase de iniciativas culturales. Se da la circunstancia de que este programa cumple –o cumplía– este año su veinticinco aniversario y, en vez de celebrarlo de alguna forma especial, se cierra.

 En varias ocasiones he tenido ocasión de acudir a diversos institutos, invitada por Ramón Acín. Habitualmente, por proximidad, he actuado en centros de Huesca –Binéfar, Castejón de Sos–, y de Teruel ––Alcañiz, Calanda, Híjar, Cantavieja–, y en algún otro instituto de Zaragoza. Siempre me ha sorprendido la profesionalidad de Ramón Acín, de los coordinadores –tengo que citar a Rosa Blasco, que se desvivía por el programa desde  Alcañiz– y de los docentes y estudiantes. Evidentemente, dinamizar la lectura en territorio aragonés ha sido un esfuerzo ímprobo que afecta a escritores y editoriales, pero sobre todo a los estudiantes que se esforzaban en sus lecturas, hacían trabajos sobre los libros objeto de estudio o sobre los autores a los que recibían en sus centros. Como es habitual en la enseñanza pública los docentes han trabajado con una enorme dedicación para que sus alumnos/as tengan la oportunidad de formarse un criterio y puedan elegir en libertad sus lecturas. Creo que no olvidarán lo aprendido.

 La estancia en los institutos, ante alumnos/as de Eso o de Bachiller, ha sido una experiencia emotiva y gratificante para mí. Sé que también lo ha sido para muchos escritores.

 Desde este humilde blog quiero manifestar mi agradecimiento a todas las personas que han llevado adelante este proyecto  tan poco convencional y de tan excelentes resultados.

Humanidades

Es un tópico decir que los estudiantes de ciencias son más inteligentes que los de letras: la experiencia me dice que los mejores alumnos son buenos en ciencias y en letras. Es más: aquellos estudiantes que sólo se entusiasman con las asignaturas de ciencias suelen tener puntos de vista limitados, de corto alcance. Es un fenómeno que he detectado también en profesores de ciencias: se sienten imbuidos por una especie de seguridad, cuando lo que debería de interesarles es precisamente la inseguridad y la certeza de que la ciencia avanza negando. Para estos anticientíficos la verdad está en lo que enseñan, y la repiten, sin cuestionarla o sin confrontarla con otras verdades.

Lo que es necesario proporcionar a estos adoradores de lo científico es una formación humanística, justo lo contrario de lo que se está haciendo ahora. Entre los pocos proyectos o becas que se convocan casi nunca se incluyen materias humanísticas. Parece que en tiempos de crisis sobran las humanidades. Pero precisamente ahora, en estos momentos convulsos que vivimos, creo que una buena formación literaria, artística, filológica, filosófica, es más necesaria que nunca.

Es cierto que los humanistas no podemos ofrecer resultados inmediatos. Nuestra incidencia en la sociedad es de largo alcance. Somos, quizá, el lujo, lo excedente, lo que adorna al género humano, precisamente porque no solucionamos directamente sus necesidades básicas. Pero lo que nos hace singulares y humanos, lo que nos ha hecho avanzar, es la curiosidad existencial, el hecho de que nos hayamos cuestionado qué hacemos en este mundo y adónde caminamos.

Se insiste ahora en que el libro en papel va a la deriva. Frente a él se alza lo digital como la gran panacea. Con ello nos cargamos de un plumazo una forma de adquirir ese objeto especial que es un libro.

Suelo visitar las librerías –hay pocas ya– que aún cuentan con un fondo, en donde atiende una persona que ama su profesión y se deleita ofreciendo al cliente novedades auténticas, de autores desconocidos, pero que luchan por conseguir una literatura esencial. Son librerías en donde no se venden best sellers. Un ejemplo que conozco muy bien es la librería Valdeska de Valencia. No sé qué ocurrirá con ellas. Tampoco sé qué ocurrirá con nosotros. ¿Tendremos que refugiarnos en una resistencia secreta? Eso dice mi buen amigo Sergio Gaspar. No me preocuparía excesivamente si la situación fuera como la que vivió Juan Gil.Albert, en su llamado exilio interior: estuvo treinta años escribiendo, sin apenas poder publicar, sin apoyos, sin dinero, en su “ilustre pobreza”. Pero me preocupa y mucho que se pierda el tejido cultural que da fuerza y vertebra a una sociedad.

No nos engañemos: la enseñanza de la Literatura –y la mayoría de asignaturas humanísticas–, ha perdido peso. De tener clase diaria –una hora– se ha pasado a dos o tres horas por semana. Y si es cierto que a los niños y adolescentes se les bombardea con lecturas –existe un buen negocio editorial de libros juveniles–, y se ha contado hasta ahora con más medios, no se les dota, a la vez, de una formación que eduque su gusto literario en contacto con los clásicos. No creo que en el futuro sean capaces de distinguir un buen libro de un best seller. Indudablemente serán lectores de best seller.

Cuando no se tiene formado un criterio todo vale lo mismo. Cualquier persona se atreve a aconsejar lecturas a un profesional de la literatura, quiero decir a alguien que la haya estudiado y dedique su vida a ella. Si se le objeta algo, responderá que la Literatura es cuestión de gustos. Se equivoca: la Literatura es más bien cuestión de gusto, de educación, de un gran bagaje cultural, de esforzarse por entender y amar a los clásicos; de esforzarse por comprender lecturas de autores difíciles pero que nos sorprenden por su originalidad y nos abren otros horizontes.

 Formar es dar libertad. Y la libertad conlleva la capacidad de elección. Si se vive en la ignorancia, ¿se podrá elegir?

No quiero ser apocalíptica. Podríamos estar en una situación semejante a la de la invención de la imprenta. También las lenguas clásicas, el latín y el griego, se fueron abandonando. Y algunos escritores, como Erasmo, no pudieron tener la transcendencia que podrían haber tenido, por escribir en latín. Es cierto que la imprenta le perjudicó porque no realizó la criba que toda prudencia aconseja a la hora de publicar. Igual que ocurre ahora con Internet. ¡El adorado Erasmo de Rotterdam, a quien un estudiante mío, sin mala intención, citó como El asno de Rotterdam!  Pero al menos supo de su existencia, de su amor por los clásicos y de su honradez.

Hay muchos estudiantes que ya no saben nada de Erasmo –a quien sin duda le habría encantado ese apelativo ingenuo–, ni de Cervantes siquiera. Ya no digamos de Shakespeare o de Isak Dinesen. Y es muy grave. No podrán emocionarse con estos autores; no podrán conmoverse con su riqueza humana; no se apasionarán por ellos ni estarán leyéndolos “de claro en claro y de turbio en turbio”.

Que no se diga que asistimos al fracaso –por falta de empleo– de la generación mejor preparada de la historia. Sí, han tenido más medios, pero si no conocen a estos autores, antes citados, si no sienten la necesidad de leer a los clásicos, carecen de preparación para la vida. Les falta una experiencia humana esencial. Les falta sinfronismo (palabra que procede del griego y significa compartir el mismo pensamiento) con las generaciones pasadas y presentes de distintos lugares. Y también capacidad para crear su propio pensamiento.

Asistimos al final de una época, en cuanto que no contamos con una ideología que sustituya o apuntale al capitalismo o al socialismo. Pero tenemos todo nuestro bagaje cultural y nos acompaña siempre. Oigámoslo. Pongamos nuestro horizonte en otro tipo de vida que se aleje de esa adoración obscena y exclusiva de los bienes materiales y que ponga el acento en el desarrollo personal. No pensemos tanto en nuestro propio disfrute sino en la justicia distributiva. Aspiremos a ser, nosotros y nuestros dirigentes, humanistas y a tener capacidad de reflexión, que es el don más alto a que podemos aspirar. Exijamos a los que más tienen un mínimo de patriotismo para que ayuden al bien de todos.

Nuestros jóvenes o un importante número de ellos se sienten fracasados. Conocen idiomas, han viajado, tienen, quizá, varios títulos y másters, pero no encuentran trabajo. Tal vez el conocimiento de los clásicos, un buen libro, pueda hacer algo por ellos. Para empezar, no se sentirán solos. Podrán comprobar que muchas personas que les precedieron, válidas como ellos, sufrieron lo mismo y supieron expresarlo, se esforzaron para transmitirles su sufrimiento y su esperanza en el futuro.

No quiero, por supuesto, añadir más exigencias a esta generación que está pagando los inmensos errores de la nuestra. Si hubiéramos considerado prioritaria la educación, una educación pública de calidad que acogiera a todas las personas por igual; si contáramos con un país culto que admirara el mérito y no la riqueza; si hubiéramos invertido en investigación y en el bien público lo que hemos desbaratado en fuegos de artificio y en que unos pocos se llenen los bolsillos… Si hubiéramos hecho lo que nos correspondía hacer para facilitarles el camino a la generación de nuestros hijos, ellos no estarían ahora en el paro o con un pie en el estribo para irse a Alemania o a cualquier país que les dé lo que aquí les hemos negado.

Esperemos que esta generación reflexione sobre nuestros errores y vuelva a las humanidades que no debimos abandonar nunca. Si lo hacen ahora, cuando se sienten solos, hallarán consuelo; si ahondan en su reflexión, tal vez de este marasmo, en la pobreza, en la que casi siempre surge todo lo esencial, brote una idea, algo que dé rumbo a la humanidad.